Comenzamos con un destrepe procurando evitar las zarzas. Una estrecha grieta nos da paso a una sala circular a cielo abierto de exuberante vegetación, sombra, humedad y agua que rivalizan con el secarral del exterior.
Ante nuestros ojos se abre una pequeña entrada que tiene como base un charquilón de agua estancada, puequeñas ranas saltan, un gran sapo a modo de portero nos invita a visitar el reino de la diosa Gea.
Hemos sido engullidos por un meandro de poca altura, de redondas formas que obliga a ir en cuclillas acariciados por la gelidez del agua. Avanzamos girando a derecha, a izquierda por ese angusto sendero.En uno de sus estrechos quiebros el agua desaparece. Gateamos unos metros para llegar a una pequeña estancia en la que se abre un ventanuco (estamos en el paso estrecho) de escasa longitud que nos obliga a superarlo sintiendo el techo en la espalda y el suelo en la panza y como si de otra etapa se tratase, nos deja en un sinuoso meandro, ésta vez seco hasta encontrar una sala que nos permite erguirnos.
Gours que trasbasan un agua pura de unos a otros. El tintineo del agua compone una sinfonía, rayos de luz procedentes del sol penetran por un pocillo, pequeñas estalactitas pueblan el techo formado al igual que las paredes por pequeños cristales de yeso. Ciertamente es una sala de gran belleza.
llama, nos transporta por otra angosta y quebrada galería a una salida dentro de un cortijo en ruinas. En éste punto vuelve el meadro estrecho de formas redondas y otra vez estamos en sus frías aguas y trás un paso prácticamente sifonado trepamos al exterior.
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